08 de Febrero de 2014
Agroquímicos, entre la negligencia y los prejuicios ideológicos
El problema –real o supuesto– de las fumigaciones agrícolas y las
denuncias de intoxicaciones está más bien ligado a la soja y a quienes
la siembran, los odiados sojeros “que expulsan de sus tierras a los
pequeños agricultores”. Es curioso que los mismos nunca sufran los
supuestos efectos nocivos de los agroquímicos que usan, pese a que sus
cultivos muchas veces están casi a las puertas de sus casas, como
ocurre, por ejemplo, en la zona de Santa Rita, Alto Paraná. Todo tiende a
una campaña dirigida contra los sojeros brasileños que envenenarían a
sus vecinos paraguayos, e incluso contra los compatriotas que cultivan
esa leguminosa. Pero más allá de las motivaciones ideológicas de quienes
impugnan los agroquímicos, el Senave debe velar siempre por el estricto
cumplimiento de las normativas que disponen el correcto uso de esos
productos.
En noviembre de 2009, durante el
gobierno de Fernando Lugo, la entonces ministra de Salud Pública,
Esperanza Martínez –hoy senadora–, afirmó que 220 indígenas ava guaraní
de Itakyry tenían vómitos, dolor de cabeza y mareos por haber sido
“prácticamente” fumigados por unos aviones que volaban muy bajo. El
reelegido senador Sixto Pereira, que ya en setiembre del mismo año había
atribuido falsamente la muerte de doce nativos de Aba’i a unas
pulverizaciones agrícolas, dijo incluso que fueron rociados
intencionalmente. La denuncia –apoyada por el Instituto Paraguayo de
Indígena y por las secretarías de Acción Social (SAS), de Emergencia
Nacional (SEN) y de la Niñez y la Adolescencia– incluyó una fotografía
del avión fumigador. La aparatosa revelación gubernamental, que movilizó
hasta aquella zona del país a la ministra y a una amplia comitiva,
derivó en un fiasco: los médicos que atendieron a los nativos en el
Hospital Regional de Ciudad del Este desmintieron que hubieran sido
intoxicados, y los resultados de los exámenes de laboratorio hechos en
Asunción fueron negativos. Para peor, un perito de la Corte Suprema de
Justicia dictaminó que el avión exhibido por las autoridades como el que
realizó la fumigación no era apto para ese fin, dada la alta velocidad
que desplegaba ese modelo de aparato.
Antes que para concienciar a la población sobre el uso correcto de los productos agroquímicos, esa irresponsable denuncia gubernativa solo ha servido para dudar de las acusaciones similares que los miembros de la Federación Nacional Campesina (FNC) suelen formular sobre todo contra los sojeros brasileños. Aunque los campesinos paraguayos emplearon y siguen empleando fuertes plaguicidas en sus cultivos de algodón o de hortalizas, por ejemplo, poco o nada se sabe de que hayan sido víctimas de alguna intoxicación, y si lo han sido no pudieron acusar de ello a los sojeros.
En consecuencia, el problema –real o supuesto– está más bien ligado a la soja y a quienes la siembran, los odiados sojeros “que expulsan de sus tierras a los pequeños agricultores”. Es curioso también que estos nunca sufran los supuestos efectos nocivos de los agroquímicos que usan, pese a que sus cultivos muchas veces están casi a las puertas de sus casas, como ocurre, por ejemplo, en la zona de Santa Rita, Alto Paraná. ¿Ocultan la información respectiva o se descuidan solamente al rociar cerca de las viviendas de los pequeños agricultores?
Todo tiende a una campaña dirigida contra los sojeros brasileños que envenenarían a sus vecinos paraguayos, e incluso contra los compatriotas que cultivan esa planta leguminosa porque les resulta más rentable que otros productos agrícolas. En la colonia Maracaná, de Curuguaty, entre otros lugares, los pequeños sojeros paraguayos son acosados por dirigentes de la FNC que les impiden fumigar y cosechar. Según el ministro de Agricultura y Ganadería, hasta ahora no hay registros de intoxicaciones causadas en ese lugar por los productos agroquímicos. Que también los pequeños productores compatriotas sean hostigados significa que la cuestión no es atacar la agricultura “empresarial” brasileña, sino el cultivo de la soja, cualquiera sea el tamaño de la explotación y la nacionalidad de su dueño. Como dice el ministro Gattini, hay grupos radicalizados en contra de la soja.
Surge entonces la pregunta de por qué se oponen a ella y no a otras plantas en las que también se emplean plaguicidas, incluso más potentes. Los productores perseguidos de la colonia Maracaná brindan una pista para una posible respuesta: según ellos, los violentos integrantes de la FNC se oponen no solo a los sojeros, sino también a cualquiera que recurra a la tecnología. Ocurre que los sojeros usan semillas transgénicas, proveídas por las odiadas empresas multinacionales, lo cual constituye poco menos que un crimen para la izquierda reaccionaria, enemiga de la modernidad: para ella, habría que seguir cultivando como siempre, mediante la azada y la foiza que los miembros de la FNC blanden en sus movilizaciones.
El hecho de que, extrañamente, solo sean cuestionados los productos agroquímicos usados en el cultivo de la soja transgénica sugiere que las denuncias y los atropellos se dirigen sobre todo contra la modernización de la agricultura. Pero más allá de las motivaciones de quienes impugnan los productos agroquímicos (a los que llaman “agrotóxicos”) y no necesariamente porque ellos agiten el campo, el Servicio Nacional de Calidad y Sanidad Vegetal y de Semillas (Senave) debe velar siempre por el estricto cumplimiento de las normativas sobre el correcto uso de esos productos, entre las que figuran la Ley N° 123/92, que adopta nuevas normas de protección fitosanitaria; la Ley N° 3742/09, de control de productos fitosanitarios de uso agrícola; y el Decreto N° 2048/04, que reglamenta el uso y manejo de plaguicidas de uso agrícola. Esas normativas prohíben las fumigaciones con agroquímicos cuando la temperatura supera los 32 grados, cuando la velocidad del viento es mayor a diez kilómetros por hora, y cuando la humedad ambiental está por encima del 60 por ciento, entre otras disposiciones.
El Ministerio de Agricultura y Ganadería invoca también una resolución del Senave, a la que no identifica y atribuye incorrectamente “fuerza de decreto”. Se trataría de la Resolución N° 660/11, que reglamenta los requisitos para aplicar los productos fitosanitarios de uso agrícola previstos en la Ley N° 3742/09 y en el Decreto N° 2048/04. Esta resolución, sin embargo, fue derogada por la N° 1135/11 del Senave, justamente porque solo el Poder Ejecutivo puede reglamentar una ley mediante un decreto. Este aún no ha sido dictado, pero el vacío reglamentario no impide la aplicación de la Ley N° 3742/09, “menos aún cuando ella prescribe sobre cuestiones trascendentales como la preservación de la vida, la afectación de la salud y la preservación del ambiente”, según se lee en el considerando de la Resolución N° 1135/11.
Las normas vigentes deben ser cumplidas por los productores que aplican los agroquímicos. Dado el caso, habrá que sancionar a sus infractores y disponer las indemnizaciones de ley a las eventuales víctimas. A menudo, esas normas no se cumplen, como cuando se cultiva muy cerca de las calzadas de las rutas, siendo que entre ellas y un cultivo a fumigarse debe haber 50 metros de franja libre. Como autoridad de aplicación, el Senave debe ser mucho más estricto de lo que ha sido hasta ahora, efectuando controles aleatorios permanentes, mientras que el Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones debe hacer respetar sus franjas de dominio a lo largo de las rutas.
En este publicitado problema, la cuestión consiste sobre todo en aplicar fielmente las normativas que existen y no condenar a priori los productos agroquímicos ni mucho menos el cultivo de la soja, con base en prejuicios que pueden calificarse de ideológicos. Habría que esperar, al menos, los resultados de la investigación sobre si ciertos productos fitosanitarios son precursores cancerígenos, que realizará un comité conformado por el Ministerio de Salud Pública, y si los mismos fueron causantes de males en la población campesina. Entretanto, las autoridades están obligadas a proteger la seguridad y los bienes de los sojeros, así como los de los pequeños productores y sus familias, evitando que ni los intereses económicos particulares ni los prejuicios ideológicos interfieran en la labor de la gente que desea trabajar y producir.
Antes que para concienciar a la población sobre el uso correcto de los productos agroquímicos, esa irresponsable denuncia gubernativa solo ha servido para dudar de las acusaciones similares que los miembros de la Federación Nacional Campesina (FNC) suelen formular sobre todo contra los sojeros brasileños. Aunque los campesinos paraguayos emplearon y siguen empleando fuertes plaguicidas en sus cultivos de algodón o de hortalizas, por ejemplo, poco o nada se sabe de que hayan sido víctimas de alguna intoxicación, y si lo han sido no pudieron acusar de ello a los sojeros.
En consecuencia, el problema –real o supuesto– está más bien ligado a la soja y a quienes la siembran, los odiados sojeros “que expulsan de sus tierras a los pequeños agricultores”. Es curioso también que estos nunca sufran los supuestos efectos nocivos de los agroquímicos que usan, pese a que sus cultivos muchas veces están casi a las puertas de sus casas, como ocurre, por ejemplo, en la zona de Santa Rita, Alto Paraná. ¿Ocultan la información respectiva o se descuidan solamente al rociar cerca de las viviendas de los pequeños agricultores?
Todo tiende a una campaña dirigida contra los sojeros brasileños que envenenarían a sus vecinos paraguayos, e incluso contra los compatriotas que cultivan esa planta leguminosa porque les resulta más rentable que otros productos agrícolas. En la colonia Maracaná, de Curuguaty, entre otros lugares, los pequeños sojeros paraguayos son acosados por dirigentes de la FNC que les impiden fumigar y cosechar. Según el ministro de Agricultura y Ganadería, hasta ahora no hay registros de intoxicaciones causadas en ese lugar por los productos agroquímicos. Que también los pequeños productores compatriotas sean hostigados significa que la cuestión no es atacar la agricultura “empresarial” brasileña, sino el cultivo de la soja, cualquiera sea el tamaño de la explotación y la nacionalidad de su dueño. Como dice el ministro Gattini, hay grupos radicalizados en contra de la soja.
Surge entonces la pregunta de por qué se oponen a ella y no a otras plantas en las que también se emplean plaguicidas, incluso más potentes. Los productores perseguidos de la colonia Maracaná brindan una pista para una posible respuesta: según ellos, los violentos integrantes de la FNC se oponen no solo a los sojeros, sino también a cualquiera que recurra a la tecnología. Ocurre que los sojeros usan semillas transgénicas, proveídas por las odiadas empresas multinacionales, lo cual constituye poco menos que un crimen para la izquierda reaccionaria, enemiga de la modernidad: para ella, habría que seguir cultivando como siempre, mediante la azada y la foiza que los miembros de la FNC blanden en sus movilizaciones.
El hecho de que, extrañamente, solo sean cuestionados los productos agroquímicos usados en el cultivo de la soja transgénica sugiere que las denuncias y los atropellos se dirigen sobre todo contra la modernización de la agricultura. Pero más allá de las motivaciones de quienes impugnan los productos agroquímicos (a los que llaman “agrotóxicos”) y no necesariamente porque ellos agiten el campo, el Servicio Nacional de Calidad y Sanidad Vegetal y de Semillas (Senave) debe velar siempre por el estricto cumplimiento de las normativas sobre el correcto uso de esos productos, entre las que figuran la Ley N° 123/92, que adopta nuevas normas de protección fitosanitaria; la Ley N° 3742/09, de control de productos fitosanitarios de uso agrícola; y el Decreto N° 2048/04, que reglamenta el uso y manejo de plaguicidas de uso agrícola. Esas normativas prohíben las fumigaciones con agroquímicos cuando la temperatura supera los 32 grados, cuando la velocidad del viento es mayor a diez kilómetros por hora, y cuando la humedad ambiental está por encima del 60 por ciento, entre otras disposiciones.
El Ministerio de Agricultura y Ganadería invoca también una resolución del Senave, a la que no identifica y atribuye incorrectamente “fuerza de decreto”. Se trataría de la Resolución N° 660/11, que reglamenta los requisitos para aplicar los productos fitosanitarios de uso agrícola previstos en la Ley N° 3742/09 y en el Decreto N° 2048/04. Esta resolución, sin embargo, fue derogada por la N° 1135/11 del Senave, justamente porque solo el Poder Ejecutivo puede reglamentar una ley mediante un decreto. Este aún no ha sido dictado, pero el vacío reglamentario no impide la aplicación de la Ley N° 3742/09, “menos aún cuando ella prescribe sobre cuestiones trascendentales como la preservación de la vida, la afectación de la salud y la preservación del ambiente”, según se lee en el considerando de la Resolución N° 1135/11.
Las normas vigentes deben ser cumplidas por los productores que aplican los agroquímicos. Dado el caso, habrá que sancionar a sus infractores y disponer las indemnizaciones de ley a las eventuales víctimas. A menudo, esas normas no se cumplen, como cuando se cultiva muy cerca de las calzadas de las rutas, siendo que entre ellas y un cultivo a fumigarse debe haber 50 metros de franja libre. Como autoridad de aplicación, el Senave debe ser mucho más estricto de lo que ha sido hasta ahora, efectuando controles aleatorios permanentes, mientras que el Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones debe hacer respetar sus franjas de dominio a lo largo de las rutas.
En este publicitado problema, la cuestión consiste sobre todo en aplicar fielmente las normativas que existen y no condenar a priori los productos agroquímicos ni mucho menos el cultivo de la soja, con base en prejuicios que pueden calificarse de ideológicos. Habría que esperar, al menos, los resultados de la investigación sobre si ciertos productos fitosanitarios son precursores cancerígenos, que realizará un comité conformado por el Ministerio de Salud Pública, y si los mismos fueron causantes de males en la población campesina. Entretanto, las autoridades están obligadas a proteger la seguridad y los bienes de los sojeros, así como los de los pequeños productores y sus familias, evitando que ni los intereses económicos particulares ni los prejuicios ideológicos interfieran en la labor de la gente que desea trabajar y producir.
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